Estos
días de retiro obligado me hicieron ver cosas que no veía, que no entendía, que
ni siquiera registraba.
Sin embargo —como digo siempre—, cuando algo me tiene entreverada, no puedo
terminar de comprenderlo hasta que lo escribo.
No entendía,
no registraba ni sabía que estaba acelerada… hasta que paré.
Como todos, supongo que creo que puedo con todo. Me convenzo de que no me
afecta nada, que tengo espalda ancha.
Pero no es cierto. No del todo.
Tampoco
creía lo que dicen todos, que esto es producto de aquello. Que “el cuerpo
habla”. Que “pasaste por mucho”. Que “¿estás tomando algo para estar más
tranquila?”.
La verdad es que es una mezcla de todo eso, pero no tomé nada. No necesitaba
pastillas. El acelere más bien era una maraña de cosas no resueltas, algunas
evidentes y otras que no sabés, y acomodando cada cosa en su lugar, todo en
general se aclara, como cuando moves los muebles, cuando arreglas el ropero o
cambias los adornos de lugar.
Salgo a
caminar un poco.
Acá, en otoño, esto parece una Toscana fernandina: todos los verdes que te
puedas imaginar se mezclan con rojos, amarillos y marroones; los cursos de agua
reflejan un cielo tan azul que te oceanea.
Una bocanada de aire eucaliptado para mirar para adentro.
¿Estoy
mejor de salud?
Sí, gracias por preguntar.
Duele mucho menos. Los malestares se van, tan lento como todos los medicos
predijeron que lo harían.
No tengo demasiada hambre —lo que, para mi cuerpito, es casi un alivio—, y me
da miedo incorporar más: más cosas, más cantidad.
La verdad, no tengo apuro. Ninguno. Ya sanará.
Ni grave ni entera. Recuperándome.
La estufa
crepita. La soledad tiene eso de poder escuchar hasta el mínimo detalle: la
piña que estalla, el leño que cruje, el silbido de la llama.
Hay
pájaros que me despiertan de mañana y frío que me abraza de noche.
Mirando para
afuera, vi algunos que no estaban, y dejé de mirar.
Para los
que me siguen la mirada, y para vos, sigo estando.
Sólo que un ratito en pausa
Comentarios
Publicar un comentario