Estación Diciembre





Me di cuenta de fin de año mandándole un saludo a Coqui un día de estos, a propósito de que siempre le da por cumplir en fechas de cambio de estación. Y ahí, mientras le escribía un mensaje chiquito como para acercarla, me acordé de los viajes con la abuela en tren.

La abuela me llevaba en tren a Garzón. Eran viajes largos no sólo porque Rocha quedaba más lejos que ahora, sino porque además se preparaban desde días antes. Íbamos a la Estación a sacar los pasajes y, de paso, le mandaba un telegrama al Tío Pepe avisando la fecha de llegada. —Él se encarga de avisar a los demás —, decía confiada en su sobrino predilecto.
Los siguientes días eran para acomodar lo que tenía que llevar. La sobrina más humilde y  su prole siempre necesitaban ayuda. Entonces elegía todo lo que podía de su ropero y le pedía a las tías y a mamá que juntaran la ropa y los zapatos que pudieran. 
Después, armar la maleta: todo lo reunido, más los pulóveres que había tejido desde meses antes, una manta y las provisiones. Las conservas de dulce de butiá que habíamos recogido los fines de semana en el Prado, los morrones, la salsa de tomate y, si era de época, también dulce de higos. 
Confieso que, con mis 6 o 7 años, me daba rabia que guardara los frascos con esas delicias, por temor a que no hubiera nada a nuestro retorno. Sin embargo, sin saber cómo hacía, para nosotros siempre había de todo, todo el año. 
Me acuerdo que una vez hizo una cortina con las bolsas de leche para llevarle, porque "de tarde en lo de la Esmilda pega el sol y no hay cómo frenarlo", murmuraba preocupada tejiéndola. Todo el año había estado lavando y cortando bolsitas. Y aquella otra vez que juntó revistas, las Siete Días o Radiolandia, que la tía Pili le guardaba porque en la última vez había visto que se rompió la radio. Podía ser algo para bordar, lanas para que no dejara de tejer, o un esmalte. Las mantillas para el farol, un par de agujas de primus y un repelente no faltaban nunca.

La Estación Central era magnífica y enorme. Rumbo al andén, me apretaba la mano como en la feria, con temor a que me engullera la turba incesante; y yo intentaba zafarme un poco, sin éxito, porque quería intentar que la piedra engarzada de su anillo dejara de atormentar mi dedo meñique al menos un poco. Durante el viaje, el pequeño bolso de mano, cuando efectivamente se abría, era gigante. El mate, empanadas que había horneado la noche anterior, fruta, agua fresca, un repasador nuevo, crema de manos (aquella lata azul de Nivea), medias y un saquito para mí por si refrescaba, y más.
Pasábamos por estaciones que me iba nombrando. En todas tenía una anécdota, un recuerdo o un comentario. En algunas el tren paraba un rato, bajaba y subía gente o se cargaban encomiendas, y en otras no, sólo seguía.

Llegué a la Estación Diciembre con la misma fascinación de aquella época, y deslumbrada por la turba incesante, no sé si me vine, o huí. Con las vacaciones en el hocico y el año, cual cuzco de mal genio, prendido de los talones.
Capaz que no, y es sólo que recorrí demasiadas estaciones. Unas como quien se detiene a esperar un enlace, tomar un café o calentar el agua del mate; otras por las que pasé tan rápido que ni siquiera me di cuenta. O aquellas tan lindas y pintorescas, que lamenté tener que seguir. Hubo sorpresas al pasar por las estaciones que no conocía, gesto de "pss" al confirmar que hay algunas en las que no vale la pena detenerse, y las del miedo... cuando no había nada ni nadie que esperar.
Acá está precioso.
Antes, la bajada a la playa, mi bajada, se abría en una playa límpida de cielo. Y el arroyo estaba allá, a 300 mts, ponele.
Había que caminar hasta él. Estaba cerca, pero no tanto, como proponiendo una cita a la que sabía que acudiría. Y a mí, que las citas me seducen, iba a él, incondicional aunque no fuera a remarlo, remontarlo o cruzarlo. 
Estuviera como estuviera. Algunos años abierto, otros cerrado, otras veces obligando a sortear el suelo fangoso de un giro dejado por la tormenta de turno. 
Bastaba que me llamara, y no importaba cómo lo hiciera; ya fuera con barcas llegando, gaviotas en formación o ranchos cambiando de color con las horas, iba.
Al amanecer, cuando un color pastel va de a poco avivando el océano, o al atardecer cuando los rojos vuelven todo en calma, siempre iba.
Me alcanzaba verlo o, en el colmo del atrevimiento, tocarlo... y que de a poco la fina arena entre los pies vaya mutando en granos que parecen semillas de lino, o para ir descubriendo el agua igual de transparente que el mar y que de a poco va mostrando la hilacha de todo arroyo que se precie, con algas y sirís gordos y anaranjados asomando. 
Iba yo a él, siempre.
Hoy bajé del tren y tomé por el sendero del bañado, rumbo a mi playa. El día es delicioso. Hay un viento que golpea apenas y es lo suficientemente fresco como para aplacar un calor denso.
Subí el médano y, para mi sorpresa, es todo horizonte. ¿Y la playa?, pensé... Unos pasos más y, a mis pies, el arroyo. Lamiendo casas que tiemblan inseguras, orilladas, y falsos médanos que se transformaron en acantilados. 
La curva que besa el mar frente a mis ojos, con la nueva playa recién parida a la izquierda. Enfrente, la ensenada parece a años luz y el Bella Vista sólo contempla, ufano y olímpico, su explanada.
¡Viniste a mí!, exclamé, creo que en voz alta, con un nudo en la garganta de tanta cosa contenida... 

Sentí que se había dado cuenta de todo.
Después de tanto ir a buscarlo, y sabiendo que estoy tan pero tan cansada de recorrer estaciones, vino a mí.
Estaba ahí, como la abuela, con un bolso repleto de delicias y una manta inmensa en forma de duna para envolverme, por si refresca.

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