Casandra




Un momento mágico de la literatura, para mí, fue descubrir a Casandra

Fue bendecida por Apolo con un don que también era un castigo: podía predecir el futuro, sentir cada muerte, cada batalla, cada fiesta. Sin embargo, su palabra sería tan confusa, tan velada, que nadie sabría a qué se refería; y, si por casualidad resultaba comprensible, no la tomarían en cuenta.
Así fue que no le creyeron cuando advirtió que el Caballo de Troya era un engaño, cuando anunció la muerte de Héctor, y otras tantas veces.

Me quedaron dos cosas rondando tras conocer su historia.
Por un lado, la desesperación que la asaltaba cada vez que no la comprendían, que la daban por loca, o que, sencillamente, no le creían.
Decía, avisaba, advertía una y otra vez, de diferentes maneras, y nada… No había forma de que la entendieran. Eso era terrible: quedaba impotente frente a una realidad que se venía encima y no podía evitar. Pensaba que era su castigo colateral; no creía merecer que le creyeran. Se culpaba.

Y lo otro, igual de terrible: ¿cómo no pudo torcer su propio destino, aun sabiendo quién, cómo y cuándo la matarían?

Inmediatamente supe que esas dos cosas son justamente las que nos vuelven a todos Casandra muchas veces.

Las veces que no nos entienden ni nos creen; las veces que decimos, advertimos y avisamos, pero ni somos claros ni resultamos creíbles.
Las veces que no hacemos caso a lo que sabemos que podría mover nuestro propio destino, incluso nuestra propia “muerte”: esa decisión que pudimos cambiar, ese dolor que estaba cantado que se venía, esa alegría que dejamos ir porque no la creímos merecer.

En definitiva, por ella aprendí que el pronóstico siempre es menos importante que la credibilidad.
No podemos evitar todo lo que nos rodea y nos hiere —ni sería sano hacerlo—; nadie puede evitar el dolor ajeno ni sortear ileso el propio.
Sin embargo, a veces, sí se puede.
Salimos de ahí, de ese destino inalterable, cada vez que nos creemos, cuando podemos ver los grandes logros o las victorias mínimas, cuando parece cierto que alguien nos quiere y nos cree.

Y así, de verdad, evitamos que entren caballos de Troya o que, a uno u otro, lo parta al medio un dolor.

Con esto quiero decir lo mismo: el pronóstico es menos importante que la credibilidad.
De nada sirve anunciar —o anunciarnos a nosotros mismos— si no nos creemos ni resultamos creíbles.
Casandra invita a confiar en nuestro poder un poco más:
así, con lo puesto, con el día a día, con el recuento de mínimos logros… y de grandes victorias.


Comentarios