La casa numerada


Si bien nunca me importó no tener casa, añoré muchas veces no tener dónde volver.
Y cuando digo volver, digo eso: la tranquilidad de que hay un lugar que está.
Sin importar nada, simplemente está. Y no te das cuenta de eso cuando lo tenés; más bien lo sentís natural, en cuanto pasás la puerta.
Cuando ese lugar no está, la cosa cambia.
Si repaso las veces que me mudé, los lugares en que viví, entenderás de qué hablo.

1. Montero. Donde nací. La niñez más simple: ring-raje, chata, bici, rayuela, escuela y calle. El baldío con nísperos, la Estacada, Trouville, las canteras. Sin embargo, ahora que puedo ver con ojos grandes, es donde todo se empezó a desmoronar. Por suerte lo viví casi sin darme cuenta.

2. Arazá. En Maldonado. Hermosa casa, fondo, jardín, parra, flores y estufa a leña. El primer día de quinto año de escuela, o mejor dicho, los primeros días, me senté en el patio a llorar todo el recreo. Fue la primera vez que lloré por no sentirme parte. Hasta que Mónica me invitó a su banco y nos hicimos compinches enseguida.

3. Juan Cabal. Montevideo otra vez. Cambio. Primero de liceo en el Dámaso, un gigante de concreto que me tragaba al entrar cada día.
Llegué una mañana, para colmo en abril creo, otra vez en desventaja. Llovía muchísimo. Entré al salón y la profesora dijo: “A ver, ¿quién comparte el lugar con la compañera nueva?”. Silencio de segundos que me parecieron horas, hasta que Vero me sonrió y me dijo: “¡Sentate conmigo!”. Su sonrisa y el lugar a su lado me dieron un alivio que me fortaleció ese día y que me acompaña hasta hoy.
El apartamento en sí era chico, incómodo. No tenía dónde estudiar o escuchar música, o siquiera pensar.
De todos modos, no lo recuerdo mal. Los primeros tablados en el Paysa y el Jardín de la Mutual hicieron que me enamorara de la murga eternamente, y de un vecino, que me robó un lindo primer beso.

4. Cagancha. Turbulentos, sería la definición de esos dos años. Era al lado de lo de mi abuela y mi tía, así que estaba bueno poder verlas a toda hora.
Ahí se perdieron los últimos recuerdos de “los 4”. Más bien cada uno se iba acomodando como podía.
Me acuerdo del día en que mamá decidió que se iba a deshacer de lo que quedaba de casa, y que nos íbamos a Buenos Aires. Algo que se vende, otras cosas a un depósito, diciembre, y nos fuimos.

5. Buenos Aires, Tambora. Llegamos un lunes, en ómnibus, autopista… y me sorprendió: ¿puede una ciudad ser así?
En Pasaje del Carmen, en pleno centro, la casa era una casona vieja que tenía el boliche abajo y la vivienda arriba.
Nunca fue una casa, ni me acuerdo cómo era.
El local era precioso de mañana vacío, con sus ventanas antiguas con rejas y el sol iluminando las mesas.
De noche era más lindo aún. Siempre había música en vivo. Estaba bueno: los nuestros tenían dónde recalar con candombe y chivitos, y nosotros teníamos a Montevideo en casa.
Fue la primera vez que lloré por mudarme. Era mucho peor que perder amigos, o pertenencias, o familia. Habíamos tocado fondo, no quedaba nada...

6. Montero nuevamente. Ahora era la casa de papá. El mismo apartamento en el que nací. Déjà vu extraño: me parecía más chico, todo me era ajeno. No tenía mucha idea de cómo sería convivir con mi padre y su mujer, y fue muy malo.

7. Montero, el local. Era el local del mismo edificio: adelante el taller de mi viejo, detrás la vivienda. Un cuarto, un baño mínimo y una mesada que daba apenas para apoyar un vaso.
Vivir ahí con mis hermanos era simplemente tener un lugar para dormir. Propio tenía poco, y ese poco estaba en bolsos y alguna caja. De todos modos, ahí fue donde más cerca de él estuve, y paradójicamente ahí lo encontré muerto, cuatro años después.

8. Gregorio Suárez. Por primera vez solas mi vieja y yo. Era apartamento pero parecía casa, con su patio y su azotea. Cada una en un cuarto (¡milagro! Tenía un cuarto para mí). Etapa de liceo e inicio de noviazgo. Lindo Mario, lindo siempre Punta Carretas.

9. Montero, mismo edificio, otro apartamento. Un cerrajero amigo, un par de días de limpieza, e intrusa. Divinos meses de soltería elegida, de estudio, amigos, amor y libertad. Esa libertad que enseña a verse con uno mismo por primera vez.

10. Mariano Soler. Ahí ya no me preocupaba no tener dónde dormir, más bien sabía que eso de tener un lugar y pertenencia no sería lo mío, así que me adapté. Un colchón en el piso del cuarto de Claudio. Cuando iba Claudia, su novia, yo me iba, y me quedaba en otro lado, o en ninguno. A veces llegaba de mañana y desayunábamos juntos. Tan chileno él, y sus amigos. Tanta música, tanto para aprender y tanto para entender.
Hugo se enamoró de mí, y yo del Prado, ese Prado que él me enseñó a mirarlo con otros ojos entre mates y caminatas.

11. Tacuarembó. Unos meses en su cuarto. Mientras el viaje de un año se transformaba en dos o más, estar en su cuarto era tenerlo conmigo. Todo lo compartido volvía, todo lo que estaba distante se acercaba.

12. Ibiray. ¿Casa propia? Parecía que sí, pero yo sabía que no, se veía de lejos. Me encantaba mi altillo, mientras todo lo demás costaba. Me costaba sostener el laburo y la facultad, y a mamá. Era el tiempo de viajar a Quebracho cada quince días, de grabar casetes y escribir cartas, de esperar correo y tener que definir.

13. Alejandro Gallinal. La casa de mi hermano. Un colchón en el comedor, cada vez menos cajas y bolsos, y la certeza de tener que irse rápidamente porque llegaba el bebé.
La segunda vez que lloré en una mudanza fue cuando me fui de ahí. Tuve que deshacerme de Virginia y Graciela, mis muñecas. Qué boba, ¿no? Ya tenía como 20 o 21, y dejarlas fue como desprenderme de lo que me quedaba de infancia. Debió ser eso.

14. Maldonado. Una casa prestada mientras hacíamos temporada de playa, y nuestra primera experiencia de vivir juntos. Todo el mar, todo el cielo, todo el comienzo.

15. Bolívar Baliñas. Nuestra primer casa. Increíble, soñada, minúscula. Reconstruida y armada en partes por nosotros. Mínima, inmensa… y a medio paso de la rambla. Por primera vez juntar cosas y comprar lo que se quiere tener. El amor en esa expresión de adrenalina de novelería.

16. Lorenzo Pérez. Una casa de altos, ponele, pero en edificio. Hubo que reconstruirla también y nos quedó hermosa en poco tiempo. Nació Gastón y quedó chica.

17. Lorenzo Pérez, más cerca de Rivera. Dieciocho años ahí. Amé su luz y su baño enorme. Y sí, la que sentí más mi casa. Quizás por eso lloré tanto, tantos días, pese a la felicidad de mudarme a un lugar mejor. Después de tanto tiempo, me daba terror perder la única que había sentido como propia. Y más aún: la casa de mis hijos.

18. Brito del Pino. Apenas un tiempo, apenas tres años, apenas para emborracharse de palos borrachos. Divino parque, mi atelier por primera vez, todos con comodidad y espacio.

19. Tacuarembó. De nuevo acá.

Esta vez todos la vamos cuidando. Tal vez porque vamos sintiendo de a poco que no somos ajenos, porque aunque no lo supiéramos, de verdad teníamos dónde volver.

Comentarios

  1. Tu forma de escribir y describir ...y de transmitir me emociona... Solamente te digo: gracias!!

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  2. Es muy hermoso tu relato . No conocía tus inicios con presicion pero ahora entiendo tus vivencias.
    Por eso hoy sos la mujer fuerte que conozco.

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