Yaya


Tenía una cartera marrón con una hebilla muy grande, donde siempre había caramelos.

Una terraza en Lugano donde aprendí a tomar mate, y una mesa de televisor llena de revistas.
Su cocina era una fiesta: salsas, pastas, conservas, dulces, y una despensa rebosante.
La casa tenía puerta cancel, escalera de mármol, balcón de frente a la calle y al sol. Un baño con bañera, sillones cómodos y un teléfono negro elegante y brillante.

Ir al Jardín Botánico de picnic era habitual; y a la vuelta, siempre esa cuadra larga de Lugano desde 19 de abril era una aventura.
Me parecía ancha, enorme, y a la vez mínima, escondida, conocida, sólo mía.
Madre soltera, obrera de fábrica, rigurosa y de pocos amigos.
Educó, mimó sin empalagar y dio siempre más de lo que tenía.

No la perdí. Pasaron años y hoy, en cada tarde en el Prado, la sigo viendo.
En mis dichos habla por mí.
Cuando la lloro es tan sólo cuando sueño con ella, y en ese instante de pasaje entre el sueño y la vigilia, me doy cuenta de que permanece nada más ni nada menos que el abrazo.

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